miércoles, 8 de junio de 2016

"UN LECTOR LLAMADO FEDERICO GARCÍA LORCA", DE LUIS GARCÍA MONTERO

Un lector llamado Federico García Lorca

infoLibre publica las primeras páginas de Un lector llamado Federico García Lorca (Taurus), el nuevo ensayo de Luis García Montero, ya en librerías, en el que aborda cuáles fueron las lecturas del poeta granadino y cómo influyeron en su obra

El mundo de ayer

Quizá dentro de cincuenta años sea difícil entender que hubo un tiempo en el que algunas personas se pasaban la vida leyendo. Seguro que los libros no habrán desaparecido, pero es posible que no se alcance a comprender hasta qué punto la lectura podía formar parte de la identidad de los lectores. Buscar la propia definición personal es el requisito más importante para componer o recomponer un ámbito de socialización. Cuando se impongan de manera definitiva las dinámicas sociales que empezaron a extenderse como una red al final del siglo xx, tal vez resulte muy raro pensar en individuos que aprendieron con un libro en sus manos a saber algo sobre su yo y su nosotros. Sentir es el verbo en el que se fundan las sociedades.

Hoy en día ya es un ejercicio de buena voluntad pensar que la lectura ocupa el lugar de confianza que le asignó la modernidad en el futuro de las sociedades democráticas. El contrato pedagógico, ciudadanos educados en la razón para conformar una sociedad feliz, fue devorado por las mismas inercias que negaron los deseos de una economía justa. Siento decirlo, pero pienso que el menosprecio del libro y la lectura no habla solo de un cambio de época en la educación, sino de esta inercia que devora lo mejor de los sueños democráticos, igual que un tumor devora el cuerpo del que nace y del que depende.

Pero hubo un tiempo en el que la defensa de la lectura no suponía una voluntariosa apuesta de las convicciones frente al pesimismo. Hubo un tiempo en el que hasta la melancolía de los libros ocultaba una raíz de optimismo. El orgullo de decir yo de un modo consciente encontraba argumentos imprescindibles en las páginas de algunos autores elegidos, seres amados que componían con palabras el espejo en el que mirarnos.

Decir yo siempre ha sido un asunto complicado cuando se toma en serio la palabra yo. Y tomarse en serio la palabra yo es la mejor forma de tomar en serio las palabras, todas las palabras. Decimos yo y ponemos en juego lo que pensamos ser, lo que fuimos y ya no somos, lo que pudimos ser y nunca fuimos, lo que queremos ser o lo que seremos sin saberlo. Es un verdadero abanico, un desplegable que no tiene fin cuando sitúa la identidad en los laberintos del tiempo. Convertirnos en un espacio, en un yo y en un nosotros, nos obliga de manera inmediata a ser tiempo. Meditar sobre esto fue la tarea a la que se dedicó Federico García Lorca como lector y como escritor en una época en la que los libros eran un ámbito propicio para negociar con la experiencia y definir la propia identidad:


Entre los juncos y la baja tarde,
¡qué raro que me llame Federico!

Este ensayo no es un alegato trasnochado en defensa de la lectura y la filología, sino una confesión personal: pertenezco a un tiempo y a una experiencia, soy lo que soy por los libros que he leído. Creo que me engañaría si pensase que los argumentos sobre el futuro tienen todavía más autoridad en mis convicciones que los recuerdos. Conocí a Federico García Lorca al final de los años sesenta, en la casa de mis padres, sobre la estantería de madera noble que llenaba una de las paredes del salón destinado a las visitas. Como formábamos una familia de muchos hijos y muchas diabluras, mis padres reservaban un salón de dos habitaciones para salvarlo de las guerras cotidianas. La puerta cerrada al extremo de un pasillo, los muebles distinguidos, las alfombras, el silencio, conformaban un orden al mismo tiempo familiar y sagrado. Allí encontré el volumen de Obras completas de Federico García Lorca publicado por la editorial Aguilar en 1954.

Mi dedicación a la literatura quizá se deba a esta experiencia doméstica y adolescente, sin dioses, pero sagrada. Recuerdo incluso el descubrimiento de las canciones de Federico García Lorca con la fuerza de una sensación física. Como entrar en el agua del mar o de un río, las palabras me llamaban a una realidad distinta en la que poco a poco iba hundiéndome. Ahora recuerdo también la sensación de que ese tiempo en el que me sumergía era dorado porque lo pintaba el color de los limones.

La filología se consolidó como ejercicio humanista por respeto a la libertad de los individuos. Se fijaban manuscritos, se buscaba la verdad de los textos antiguos para conocer una experiencia humana única, para atestiguar su paso por la historia, su huella particular, irrepetible, más allá de dogmas y de iglesias. Libertad de escribir, libertad de leer y ser leído. Quien asume desde este punto de vista la tarea filológica piensa en su trabajo como una manera de participar en la emancipación humana a través del conocimiento.

Ya que el hecho literario es un suceso compartido entre un autor y un lector, está más que justificado el deseo de descubrir una experiencia personal, una biografía, a través de las lecturas. Y, si se trata de un autor, es inevitable que surja una lógica de unidad nutritiva. Adquiere sentido literario la afirmación de que somos aquello que hemos leído. Nuestros autores, al mismo tiempo, serán lo que hagamos con ellos o de ellos.

Me he acercado a los libros que leyó Federico García Lorca para entender mejor los motivos de su escritura y el equipaje de su formación literaria. Desde que oyó por primera vez a su madre leer en alto a Victor Hugo hasta que encontró una voz sazonada con las Suites y el Poema del cante jondo, el joven escritor fue buscándose, preguntándose por sus palabras como un modo de entender su propia identidad, las relaciones de su yo con el mundo en el que vivía. Como es lógico, los libros y los autores que fue habitando le ayudaron a situar los conflictos de su intimidad. Junto al azar de lo que cae en las manos por obra de los amigos y de la época, la búsqueda precisa de una literatura tiene que ver con la intimidad, esa parte de la historia encarnada en los secretos de un yo. La homosexualidad, con su condición inevitable y los sentimientos de culpa lógicos en una sociedad represiva, fue un factor clave en la formación de Federico García Lorca.

El proceso tuvo dos ejes: primero, encontrar en la cultura prestigiosa la legitimación de unos sentimientos difíciles de asumir en la vida cotidiana; y, segundo, buscar en las tradiciones literarias aquellos caminos que sirviesen para recobrar el orgullo de los márgenes y para aprender a callar o a decir «el no decir» dentro de la lógica de un secreto compartido.

Tal vez Fernando de los Ríos no se diese cuenta del significado amplio que tenía el hecho de prestarle a su joven amigo los Diálogos de Platón. Pero además de un acercamiento a la gran filosofía, García Lorca pudo leer su deseo y escribir una de sus primeras prosas sobre la homosexualidad amparado por la tradición culta. Esa misma justificación la encontró también al desplazar a la mitología clásica relaciones y abrazos que no se atenían a la estricta moral católica.

Si la homosexualidad representaba una perspectiva heterodoxa, el camino idóneo para escribir en la disidencia estaba configurado por la estirpe romántica. Los datos biográficos no pasan por sí mismos a la literatura, necesitan primero elaborarse en unos códigos culturales. Las figuras perseguidas por la norma, los individuos malditos en las costumbres dominadas por el utilitarismo, consiguieron acomodo en el dolor cantado y gritado por el Romanticismo. El orgullo de los márgenes pudo fundarse cuando los sueños de la modernidad entraron en crisis, el contrato social evidenció sus quiebras y nació la cultura del yo enfrentado al sistema, o de la dignidad del sujeto opuesto a una realidad indigna. La leyenda del maldito vino a desembocar pronto en una batalla interior, una subjetividad escindida, porque declarar el fracaso de la realidad suponía aceptar también el fracaso de una parte de nosotros, esa zona del yo manchada por el ámbito público. Eso tuvo una importancia decisiva para la literatura ya que el lenguaje es un bien social, un espacio de comunicación aprendido en el mundo exterior por el individuo. Declarar el fracaso de la sociedad significaba asumir el fracaso del lenguaje, sus peligros, su contacto con la mentira. Surgió entonces el deseo de depurar, de sugerir, de huir de la elocuencia. El simbolismo fue el estilo apropiado de los que querían decir «el no decir».

Por eso las grandes exclamaciones románticas derivaron hacia los cuidados simbolistas. Se trataba de combatir la retórica social con un murmullo íntimo y en relación con lo no dicho, con el matiz de lo insinuado. Es lo que García Lorca llamó «la ciencia del silencio» en uno de sus primeros poemas.

Si la lectura de Hesíodo, Platón o Shakespeare le sirvió al poeta para establecer la dinámica de sus conflictos en el escenario de la alta cultura, la apuesta por Ibsen, Maeterlinck y Verlaine le permitió, además, adentrarse en el mundo simbólico y en el poder de lo callado. Estas lecturas, como las de Oscar Wilde, Rubén Darío, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, facilitaron un diálogo íntimo en el que Federico García Lorca encontró su sentido a la hora de escribir. El joven habitó sus libros para negociar consigo mismo y con el mundo su propia identidad.

Pero antes de hacer inventario de estas referencias culturales decisivas, resultaba conveniente reivindicar la personalidad de García Lorca como un autor leído y culto. Sigue manteniéndose con frecuencia la leyenda del poeta instintivo, inspirado por la voz de la tierra, que transmite una verdad anterior a sí mismo. Esto no ocurre ya entre los estudiosos, pero sí tiende a repetirse en las conversaciones más comunes, efluvios simpáticos que prefieren dar valor a la espontaneidad natural antes que a la formación y al trabajo. Frente a este tipo de sublimaciones es conveniente ponerse a la defensiva. La versión idealizada de la mujer ha servido para convertirla en ángel del hogar y para cerrarle las puertas de los despachos en los que se decide la vida pública. La exaltación del poeta ingenuo esconde una misma lógica, una alabanza envenenada que le resta valor al significado de la poesía, a la necesidad profunda del saber humano que se pregunta en cada momento qué dice en realidad cuando pronuncia la palabra yo o la palabra nosotros. García Lorca fue un autor culto, buscó con pasión los libros que le ayudaron a ser dueño de su voz.

Este ensayo pretende acercarse a la verdad de Federico García Lorca a través de esos libros. Nuestros ojos de lectores imaginarán los ojos de García Lorca al leer a Shakespeare o a Wilde, a Rubén Darío o a Unamuno. Este ensayo quiere también recordar un tiempo en el que la lectura era un ámbito importante de socialización para gente convencida de que la pedagogía, el esfuerzo educativo y las ambiciones culturales trazaban los mejores caminos para lograr sociedades justas y civilizadas. La cultura como remedio para las manchas públicas y privadas de la sociedad. Pero eso, claro está, implicaba también preguntarse por la cultura. ¿De qué se estaba hablando cuando se hablaba de cultura? ¿Qué libros había que leer?

Hace cien años, Federico García Lorca conoció a Antonio Machado en un instituto de Baeza. Hace ochenta años, Federico García Lorca fue ejecutado en Granada por representar los valores contrarios a los que quería imponer el golpe de Estado de 1936. En estas páginas se funde el sueño republicano de un poeta en el primer tercio del siglo pasado con el deslumbramiento de un adolescente que descubrió la poesía en la Granada franquista de los años sesenta. Este sentimiento agradecido tiene también más de confesión personal que de alegato hacia el futuro. Sospecho que dentro de cincuenta años será difícil entender que hubo un tiempo en el que algunas personas asumían la memoria como parte imprescindible de su identidad. Las herencias humanas: un tiempo vivido y leído fuera de la lógica del usar y tirar.


Madrid, 10 de enero de 2016 

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